Por Alexis Gabriel Francisco


«Todos ven lo que pareces, pocos sienten lo que eres»

Niccolò Machiavelli
Pasaporte de Ramón Benítez.

Uno de los mitos que intentaremos derribar sobre la fotografía es el de que muestra la realidad tal y como es, sin más. Automáticamente, sin esfuerzo y sin necesidad de interpretación. Lo difícil de esto es que es bastante anti-intuitivo pensar que en esa operación tan sencilla de apretar un botón pueda haber espacio más que para una recepción pasiva de una realidad que es inmune al control de quien opera una máquina.

Y es que la fotografía no es simplemente operar una máquina.

Pensemos en el retrato, fenómeno al que poco aporta en realidad la existencia de la fotografía. Sí es cierto que representar a una persona exige un ejercicio más intenso de interpretación cuando la operación no es mediada por una máquina. O, ¿lo es? Porque quizá cometemos un error al pensar que la máquina se tomará por nosotros el trabajo de interpretar la realidad. La máquina solo capta luz, que es la parte fácil del trabajo de quien hace un retrato. Cualquiera cuyos órganos visuales funcionen bien puede ver y reconocer un rostro.

No vamos a desmerecer la destreza de artistas que fueron capaces, antes de la aparición de medios mecanizados, de representar rostros y personas de manera hiperrealista, pero también diremos que quienes pasaron a la historia no lo hicieron por causa de esta habilidad, loable sí, pero bastante más común de lo que pensamos. Quienes trascendieron lo hicieron por algo más, y ese algo más está en la mirada. ¿Qué objetos darán cuenta del poder que ostenta este duque al que pretendo retratar? ¿Qué expresión refleja (u oculta) mejor su personalidad? ¿Qué rasgo debo enfatizar?

Desde los frescos de la Edad Media, donde la posición y el tamaño indicaban la jerarquía de la persona retratada (y los rasgos faciales eran bastante prescindibles), hasta el descaro de Miguel Ángel al pintar a su enemigo, el cardenal Biagio De Cesana, en el infierno y con orejas de burro, una serie de decisiones por parte del ejecutor (a veces a despecho de quién realizara el encargo) acompañaron, dieron forma e hicieron decodificables a los retratos, o pusieron en problemas a quienes intentasen mirarlos.

La persona de la foto de arriba no es Ramón Benitez. Es el Che Guevara. ¿Nos miente la cámara? No. Las cámaras no mienten ni dicen la verdad. Las personas mienten. Y otras personas creen las mentiras. Porque en esta foto no vemos una melena leonina, una mirada invencible, una barba rala ni una boina con una estrella roja, elementos que consideramos infaltables al momento de retratar al Che. Entonces, no vemos al Che: hemos caído en la trampa, una trampa que fue ejecutada mediante una cuidadosa puesta en escena y un fotógrafo que no capturó a un guerrillero mitológico, si no a un hombre de negocios haciendo un trámite de inmigración.

Retratar a una persona es tener el poder de mentir sobre ella, de decir verdades parciales, de ocultar o de revelar, de hacer todo esto con una brújula ética o siendo un vil mercenario. De glorificarla o ridiculizarla, de llamar la atención sobre ella o hacer que pase desapercibida. Y sobre todo: de contar cosas. De contextualizarla. Da dar un vistazo a una parte de su ser, y el trabajo será elegir bien qué parte. ¿Qué contaremos del Che? ¿Que fue un guerrero de la libertad? ¿Que mató personas? ¿Que murió con los ojos abiertos? ¿Que practicó intrigas y engaños? Todas estas cosas pueden ser verdad en simultáneo, y sin embargo, para que un retrato sea memorable, deberemos elegir una. Una dimensión de la complejidad infinita que puede ser una persona, e inmortalizarla.

Esa elección, la hace la mirada de quien toma la fotografía. En esa mirada, está la inmortalidad.

«Guerrillero Heroico» (recortada), Alberto Korda, 1960.
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«Como defensor de los ideales por los que el Che Guevara murió, no me opongo a la reproducción de la imagen para la difusión de su memoria y de la causa de la justicia social en el mundo».